Sonriente recibes al extraño que entra en tu hogar y, generosa, alivias su paladar reseco, Sieglinde. Tus ojos brillan incontroladamente, tu cuerpo se estremece. Poco más puedo apreciar de ti en la distancia. El resto del espacio entre nosotros lo ocupa tu voz; diva inmensa, ¿quién te enseñó el lenguaje de los dioses? Todo lo que sale de tu corazón me agrada y me conmueve por dentro; mi voluntad se reanima y vence el pesado sueño que me acecha. Y, en este estado de semiconsciencia, te sigo contemplando embelesado, musa ansiada. Ahí, en el lejano escenario y, sin embargo, tan cerca que noto cómo me cantas al oído: "Tú eres la primavera que yo anhelaba en el helado tiempo invernal". Cae el telón y, con él, la magia. Ya no me hablas al oído, Astrid, ya no te brillan los ojos cuando me miras. Pero sé que sigue ahí la voz que me ha devuelto a la vida.